Hola chicos y chicas, les dejo cuatro ensayos que pueden consultar, "El mejor oficio del mundo", de Gabriel, García Marquez y algo más jocoso, "Anales del culo caribeño" de Ronaldo Menéndez, de Carlos Monsiváis "Los ofrecimientos de la calle" y de Salvador Novo "Antología del pan".
También dejo varias sugerencias que pueden buscar, en bibliotecas,o, si su experiencia en el búsqueda cibernética es mejor que la mía, quizá los encuentren en internet. Saludos, disfruten el fin de semana. Verónica.
Los autores que les propongo son:
William Beckford, crítico de arte,"Memórias biográficas de pintores extraordinarios"
Alex Grijelmo, periodista, "La punta de la lengua", "La seducción de las palabras".
Alfonso Reyes, filósofo, "México en una nuez","Retratos reales e imaginarios".
Oliver Sacks,neurólogo, "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero".
José Ortega y Gasset, filósofo, "Goethe desde adentro".
Hay muchas revistas que contienen ensayos como, "Nexos", Letras libres","Algarabía","Paso de gato","Proceso".
Anexo un link de una página que contiene el listado de muchos ensayistas de la historia, ordenados por orden alfabético o cronológico, espero les sirva.
http://www.ensayistas.org/antologia/
ANALES DEL CULO CARIBEÑO
Anales del culo caribeño
Nunca la espalda ha perdido su nombre con tanta gracia como en el Caribe. Y es que esa zona donde el cuerpo pasa de autopista a desvío, de línea recta a enigmática bifurcación, de planicie a cerro vertiginoso, cumple sobre el cuerpo femenino una función muy semejante a la que cumple la diéresis sobre la u. Sin esas dos redondas coronas a media palabra, la sílaba «gue» suena a vocal recta, a tiesa convergencia donde la zona intermedia carece absolutamente de personalidad.
Lo mismo ocurre con aquel cuerpo femenino que en lugar de trasero ostenta un deprimido no-culo: pierde de un irreversible golpe genético su factor sorpresa, y probablemente esa mujer siempre nos va a mirar de frente porque intuitivamente «se niega a dar la espalda».
El trasero es el género, los culos caribeños son la especie y, dentro de la especie, el buen observador puede verificar una antológica proliferación de individuos. Nótese que he dicho «culo» caribeño, porque en el Caribe el trasero ha asumido única y exclusivamente sus cuatro desnudas letras. Quien llame trasero a esas gemelas redondeces hechas con la tierra sudada de África y los vientos que hincharon las velas de bergantines conquistadores, no sabe lo que está diciendo. Guillermo de Occam tenía toda la razón del mundo al afirmar que la palabra es la cosa, de modo que en el único lugar del mundo donde esa «cosa» no puede llamarse sino culo es en el Caribe. Las francesas pueden tener trasero o derrière, las rusas tienen glúteos y caderas, las inglesas de estirpe victoriana no pasan de las asentaderas (falaz nombre que alude más a lo funcional que a lo anatómico), y así sucesivamente. Pero en Brasil, Haití, Santo Domingo, Jamaica, Cuba, Colombia, Venezuela y Puerto Rico, hay culos y punto.
Ante la visión de unas nalgas mestizas, la cara de los colonizadores europeos cuando venían a hacer la América de su vida era exactamente la misma que la de los turistas europeos cuando hoy vienen a deshacer la América de sus vacaciones. Y la palabra «colonizadores» también es deliberada, pues ya se sabe que la colonia propiamente dicha es algo posterior a la conquista, y en la conquista todavía no había nacido el culo caribeño. Pero antes de hacer la historia de esa libido renacentista que encontró su mejor cómplice en la franca sexualidad africana, dándole a la humanidad el patrimonio de un hijo múltiple con su solo nombre de cuatro letras, los traseros se llamaron con muchos nombres y atravesaron por momentos sorprendentes.
Para una Europa con olor a pecana rancia y sacristía, Renacimiento es lo mismo que decir Conquista y Colonia. Pero también es lo mismo que decir Grecia y Roma. El desquiciado hombre renacentista que admiraba los resultados de las excavaciones en las ruinas griegas fue el mismo que llegó a América a hacer dinero y fornicar (dizque evangelizar). De modo que traía en su imaginario una extraña mezcla de nociones excluyentes con respecto a los traseros. De un lado, excavando en las ruinas grecolatinas, metió sus narices donde lo llamaban los traseros de las estatuas de Afrodita Kallipigos (diosa de las hermosas nalgas). Y ya que el europeo hablaba idiomas contaminados de griego, le fue fácil comprender que los antiguos helenos veneraban tanto esta zona del cuerpo, que tenían una palabra específica para designarla: kallipygia. Las estatuas muestran a la diosa de espaldas descorriendo su túnica para que el peregrino libidinoso contemple su lindo trasero, demostrando que no siempre fue necesario dar la cara.
Pero como el hombre renacentista era muy cristiano (por eso no se bañaba, así que es mejor pasar por alto ciertas cualidades de los traseros colombinos), tenía que darle una justificación teológica a su gusto pagano por los músculos de la retaguardia. Y aquí viene la noción contrapuesta: no puede ser que el origen de todo esté en griegos y romanos, libertinos empedernidos que daban diversos y delirantes usos a sus traseros. Pensándolo bien, la única parte del cuerpo que poseen los humanos a diferencia de los animales –elemental, querido feligrés– son las nalgas. O sea, ¡el trasero es muestra evidente y exclusiva de nuestra humanidad! Los primates tienen algo parecido a las manos, pero nunca nalgas. Así razonaron muchos doctos teólogos que no sabían qué hacer con sus culos, y luego empezaron a promulgar enloquecidas teorías, según las cuales el Maligno carecía de trasero y en muchas de sus representaciones era incapaz de adoptar la completa anatomía humana con su toque distintivo: el culo. De modo que en su lugar poseía un segundo rostro. Besar ese segundo rostro tenía la ofensiva connotación del célebre kiss my ass, y era un acto de sumisión practicado por brujas para congraciarse con el Demonio.
Lo importante es que el trasero sale invicto. Si para los antiguos helenos era zona de suprema belleza, para los cristianos renacentistas las exhibiciones de nalgas no eran cosa vulgar y disoluta. Muy por el contrario, con esa oportunista sacralización del culo comenzó una suerte de despelote litúrgico, de samba eclesiástica para espantar a las malas criaturas. Tanto así que el mismísimo Martín Lutero debió emplear este método pugilístico para enfrentarse a sus atormentadas visiones y, a juzgar por sus precarios hábitos higiénicos, es probable que sacudiendo las nalgas haya logrado poner al Demonio fuera de combate. Me pregunto si el acto de legitimar los traseros por parte de estos curas y monjas, que habían condenado rigurosamente todas y cada una de las partes del cuerpo, no tuvo una motivación más profunda y elemental. ¿Acaso no se trataba también de una manifestación taimada e inconsciente de un secreto erotismo?
Pero el reino de las supernalgas fue la Edad de Piedra. Si las Afroditas griegas muestran esos traseros de erótica espiritualidad a lo Marilyn Monroe, las fabulosas Venus del Paleolítico manifiestan la anatomía de mujeres firmemente adheridas a sus respectivos culos, como si todo el cuerpo no fuera más que un apéndice de aquellas superficies montañosas. Podría decirse rigurosamente: ¡Qué mujeres tenían aquellos culos! Hipótesis darwinianas han llegado a afirmar que si el mono desciende del árbol, más evidente aún es el hecho de que la mujer de hoy desciende de aquellas desmesuradas nalgas. Para probarlo, invitan a hacer un viajecito hasta la zona de África suroccidental, donde las mujeres bosquimanas –último reducto vivo de nuestros orígenes– parecen haber servido de modelos para que el artista cavernícola esculpiera aquellas fabulosas nalgas en sus ratos de ocio.
Muy pocas cosas pudieron cargar los esclavos durante la cruel trata negrera, y las pocas que traían se fueron perdiendo: algún pequeño ídolo de piedra, dioses y dialectos. Pero las nalgas de la negra africana llegaron para quedarse, pues no más empezar la compraventa y los tejemanejes de cañaverales, el terrateniente blanco se quedaba ano-nadado (o sea, se caía sentado en un charco de agua) mientras contemplaba aquellas protuberancias de ébano pulido. De ahí que los escarceos de monte adentro, las licenciosas fugas de las aburridas alcobas conyugales, fuesen una suerte de venganza histórica mediante la cual la negritud africana le dejaba al Nuevo Mundo sus culos de contrabando.
Del adulterio entre el trasero africano y las piernas de la Europa renacentista nació ese conjunto absoluto y perfecto de la cintura para abajo: los culos caribeños y las piernas mulatas. Porque si la negra africana era de exageradas redondeces y piernas delgadas, la naturaleza dio una demostración de insuperable ingeniería genética al combinar las rollizas piernas europeas con los traseros plenilunios de África y lo mejor de todo: aquellas superficies culeiformes eran mulatas, una piel nunca antes vista.
Pero como toda cosa divina, este inalienable patrimonio de la humanidad no está hecho de un solo ingrediente. El arquetipo platónico del culo caribeño es antigravitatorio, marcial (siempre firme y en estado de atención, listo para el combate), dinámico, sincero, democrático (de todos y para el bien de todos), pero sobre todo libre. Parece ostentar una vida propia, independiente de su dueña. Quizá la expresión más delirante de este rasgo es la samba (los culos caribeños suelen tener sus propios idiomas), ese baile en que la dueña del susodicho se convierte en una especie de centauro hembra, tiesa y grácil de la cintura para arriba, y se abandona hacia abajo en una especie de rítmico y descontrolado arrebato, como si el culo tuviera el doble de baterías que el resto del cuerpo.
Aunque también ostenta otros atributos no menos importantes. Un culo caribeño sabe caminar como si flotara, encontrar ritmo de rumba en cualquier golpe percutor, invitar al pellizco callejero y a la auténtica nalgada íntima, que no tiene nada que ver con esas ridículas y disforzadas nalgadas de los filmes porno. Es imposible bailar pegado a una mulata sin tocarle una nalga, y lo curioso es que las nalgas parecen saberlo. Quien lo dude, que observe una pareja bailando un danzón y vea cómo ante la timidez de una mano que no baja, la nalga parece subir como Dios manda.
La personalidad del culo caribeño va más allá del trasero mismo: se expande por el barrio, inunda las tascas y desordena las playas. El difícil arte de mirar culos se ha vuelto en el Caribe una danza cotidiana. ¿Cómo se mira un culo? Cuando la mujer viene de frente yo recomiendo no arriesgar un veredicto apresurado –aunque esto resulta casi siempre inevitable–, pues uno podría llevarse una enorme decepción. La corroboración del hecho, el cuerpo vivo y ondulante del delito, ocurre cuando nos la cruzamos y volteamos ágilmente la cabeza, sólo ese instante en que la mujer sabrá siempre que la están mirando, y entonces conviven la contemplación fugaz y una suerte de vergüenza. En este caso común, el instante precedente a contemplar un trasero se parece al vértigo: conviven temor y tentación.
Pero en el Caribe nada de esto ocurre. Desde que la mujer viene de frente, en una especie de hula-hula ambulante, se anuncia que detrás de ella están África y Europa con sus mejores atributos. Ella sonríe o acaso ni nos nota, pero su trasero está siempre alerta. De modo que el hombre inicia un semicírculo descarado alrededor de la mulata, como la danza virtuosa de un torero con espada, y ella pasa contoneándose y se aleja mientras los ojos del varón la sostienen, la escrutan y la imaginan hasta la ducha. Ésta es la estampa cotidiana de cualquier calle del Caribe. Por eso no sea pretencioso: el turista primerizo no sabe mirar un culo caribeño. Lo hace con los nervios de punta, como si temiera morir aplastado, o con un descaro carente de la elegancia y el respeto que el culo de una mulata se merece. Como dijo un poeta cubano:honrar onra.
Ronaldo Menéndez
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EL MEJOR OFICIO DEL MUNDO
El mejor oficio del mundo
A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: \"Los periodistas no son artistas\". Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.
Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años ¬siendo el peor estudiante de derecho¬ empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo ¬como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces Presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.
La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.
Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.
Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. \"Ni siquiera nos regañan\", dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.
Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.
Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.
Los ofrecimientos de la calle
Carlos Monsiváis
La Calle es la contingencia y la fatalidad. Y el escenario. Una prueba de los alcances provincianos de la Gran Ciudad: en las calles de barrios y colonias populares sigue viviendo mucha gente. En esos sitios la Calle se conserva como guarida, fosa, hotel, espejo, laberinto, cacería y representación, y allí la Calle aún no es lo exterior, lo ajeno; todo lo contrario: es más íntima y cordial y posible que la casa, la Calle es la raíz y la razón, el yo y la razón unidos orgánica, indisolublemente. Para una enorme multitud de mexicanos, la calle ha sido el lugar sedentario y solitario que se opone al nomadismo y al despliegue multitudinario de la habitación.
La Calle en el siglo XIX fue lugar de manifestación, mercado, teatro, oportunidad única de existir políticamente. En la Calle llama el sargento Pío Marcha a la coronación de Iturbide. En la Calle los seguidores del Parían se mueven orgullosos. En la Calle los léperos exhiben el pie de Santa Anna. (Se vive en la Calle, entre otras cosas, porque el concepto de ‘intimidad’ existe de muy diversa manera). Es el presidente Juárez a quien le toca interrumpir este uso desconsiderado.
A principios de 1862 –informa Carmen Reyna en su estudio sobre crisis políticas y sus manifestaciones callejeras- don Benito expide una ley para castigar los delitos contra la nación, el orden, la paz pública y las garantías individuales, que comprende las asonadas y alborotos públicos, los insultos a las autoridades y el fijar proclamas subversivas o pasquines que inciten a la obediencia de alguna ley o disposición gubernativa. Como suele suceder, una ley de emergencia continúa mucho después de que cesen las razones para promulgarla y el porfiriato hereda de la República Restaurada el dominio intransigente de la Calle.
A la Calle ya sólo le queda libertad de lo inevitable: llegada de personajes ilustres, ascensiones en globo, entrada de ejércitos, carrozas que albergan divas o poetas que turbas admirativas conducen al teatro o al hotel. A la Calle se le reserva el derecho de lo pintoresco: figuras imprescindibles e indefensas, gendarmes o serenos, evangelistas de Santo Domingo o aguadores.
También la Calle irá gozando del asombro de lo excepcional: muchedumbres que rodean a sus conquistadores con la apoteosis que, clásicamente, precede a la traición y el olvido; ejércitos campesinos que profanan las avenidas del disfrute porfirista; masas que se agitan con la afirmación nacionalista y que marchan al Zócalo en búsqueda de libertad, aquella que –las supersticiones como conjuras- se iniciará siempre en el centro del país. En la Calle, las multitudes indecisas o huidizas o entregadas o febriles se asoman al espejo vigorizador y legendario: la identidad.
Si la ciudad es por naturaleza un hecho político, no debe de extrañar que la mayoría de sus momentos vivificadores o represivos deriven también de la política. La Calle es así espacio de la tolerancia, impulso colectivo o cerrazón dictatorial. Martín Luis Guzmán contempla en La sombra del caudillo a la ciudad de los veinte, paisaje amortiguado de las contiendas, el set donde ilusiones y obsesiones se definen por la cercanía o lejanía del poder.
En los treinta se oculta parcialmente el concepto tradicionalista de capital, sede de los poderes, y se le reemplaza- de modo efímero- por el escenario de la agitación nacionalista. Después, la ciudad vuelve a ser la murmuración en torno a la política o el silencio estrépito cotidiano. ¿Cómo podría ser de otro modo?
La Calle, el ámbito cuya apropiación ha querido decir soberanía personal y utopía social, se ha ganado en muy escasas ocasiones: turbas y rebeliones del virreinato, respuestas colectivas ante las invasiones extranjeras, despliegue imaginativo de modas marginales o dandismo de la fantasía, teatro obligatorio de vendedores excéntricos, luchas en el Zócalo entre taxis comunistas y caballos fascistas, asambleas relámpago de la Expropiación Petrolera, brigadas en mercados y cines y restaurantes del año 68 que anuncian la buena nueva de la protesta democrática, células enérgicas de una comunidad (un movimiento estudiantil) que, con fe angustiosa, creyó en la Ciudad como respuesta y adhesión.
Cambia insensiblemente el papel de la Calle. EN el XIX, fue lugar de manifestación, mercado, teatro, espectáculo permanente. De hecho, la casa fue- como se exhibía en las festividades- una prolongación de la Calle. Todo allí se volcó: la política y el sexo, el comercio y el espectáculo, la tragedia y la comedia.
La ampliación de la capital va exigiendo la desaparición de la Calle (lo que, con métodos más imperiosos, consuman los ejes viales). Progresivamente, van borrándose los símbolos de una ciudad pequeña. Sépanlo todos: de la apariencia de la ciudad (del cuidado de lo que circula en la Calle) se encarga, moralistamente, el orden público que, por ejemplo, combate a la puta y la arrebata, una y otra vez, el derecho de nomadismo.
Cuando a las vírgenes de media noche se les expulsa como presencia ubicua, la Calle tradicional se halla en vías de extinción y su último esplendor a la antigua lo desvanecerán el número de permisos y licencias, de requisitos burocráticos para la ‘pública exhibición’ (por ejemplo, el Departamento del Distrito Federal reglamenta el atuendo de los mariachis).
Los tipos populares siguen desapareciendo. En el siglo XIX eran algo con lo que se convivía, presencias familiares en el sentido más cotidiano del término. Después, el porfiriato – a través de una suma de ordenanzas- los fue eliminando y hoy, definitivamente, casi no existen o sobreviven como formas patéticas y dolorosas del subempleo (ejemplos notorios de los últimos años: las marías, los tragafuego y los limpiadores de parabrisas).
También, en los cuarenta termina el cómico callejero que, a lo largo de un siglo, había transmitido el sentido del humor. El chiste político y sexual se remitía en lo sucesivo a los lugares cerrados. Ya desde antes, en el maximato, se ha decidido que las razzias defiendan las razones eternas: los pobres no deben estar al alcance de las miradas ilustres de nuestros huéspedes, afean la ciudad, muestran una miseria fotografiable que nos desprestigia en el extranjero. La Calle es, debe ser, el reinado de lo agradable.
Lo que Alejandra Moreno ha estudiado con detalle, la privatización del espacio público, se va produciendo a expensas de la vida popular y se apoya en la hegemonía de la televisión que concentra en un cuarto las necesidades de la familia, aparta y (casi) suprime la política, moderniza y uniforma los estándares sexuales, le da al comercio el glamour de la publicidad, y hace de tragedia y comedia una misma entidad, lo que precede o lo que sucede a los anuncios del patrocinador.
De cualquier modo, en la Calle una colectividad se dio el lujo de sentir , de palpar procesos individuales o de abismarse en la contemplación de espectáculos hechos para intimidar, asombrar y ratificar creencias religiosas o políticas. En el México de los ochenta –y la regla se confirma con la visita del Papa- la Calle ya no es propiedad de las masas pero el Estado, cuando la recorre, lo hace habitualmente en forma de patrullas.
Uno más Uno. México, 23 de agosto de 1980.
Antología del pan
Salvador Novo
El Pan, según la Biblia, resulta ser tan antiguo como el hombre mismo. Adán, vegetariano, al ser echado de su huerta, no sólo fue condenado a ganarlo con el sudor de su frente, sino que iba en lo sucesivo a alimentarse de carnes –caza y pesca- para tragar, las cuales necesitaban acompañarse de pan, tal como nosotros. Las frutas y las legumbres pasan sin él. Mas para aquellas constantes excursiones de nuestros abuelos prehistóricos, como para las nuestras, era bueno llevar sándwiches. Toda pena es buena con pan. Y el que tiene hambre, piensa en él. Lo comen las personas que son como él de buenas. Calma el llanto. ¿A quién le dan pan que llore? Y las personas sinceras le llaman por su nombre, y al vino vino.
El pan es sagrado. Manhá “¿qué es esto?” “El pan que se cuaje en torno de nosotros, mejor que en los trigales:” Antes, Lot (Génesis, III) hizo una fiesta “e hizo pan”. Y Abraham, cuando recibió a los ángeles, ordenó a la diligente Sara (Génesis XVIII) que preparara panecillos.
El pan no armoniza con ciertos guisos ni con determinados líquidos. Por eso a las personas inarmónicas se les llama “pan con atole” y es preferible comer tortillas con los frijoles y piloncillo con el atole. Tal hacían los indios y todavía o aceptan el pan. Es sagrado, he dicho, y es católico. Conformándolo con diversas maneras se celebran fechas notables: las roscas de reyes, el pan de muerto, y desde luego las torrijas y la capirotada y los chongos.
El pan es inseparable de la leche. Si incompatible con el atole, es indispensable con el chocolate o con el café con leche. Niños y viejos lo bendicen porque se reblandece mojándolo en “sopas”. No es menor su interés literario. ¿En qué novela con calabozos no aparece, con el jarro de agua, un pan duro? ¿En qué novela con altruismo no se habla de los mendrugos o de las migajas y no se dice: “nos arrebatan el pan.” ¿Y el amargo pan del destierro?
En nuestros pueblos, coloniales aún, el pan se vende en las plazas, en grandes canastos. Todavía las familias, en las “colonias”, tienen un panadero predilecto, aquel que constituye en flirt decorativo que llega a las cinco de la tarde, cuando ellos vuelven del colegio, con su gran bandeja de chilindrinas, hojaldras, violines, huesos, cocoles, monjas, empanadas, roscas de canela, cuernos, chamucos…
Las teleras –bolillos y virote, según la región- que consumimos usualmente en la mesa son adecuadamente grandes; parecen encerrar, además, en su forma de puño cerrado, una sorpresa. El pan rebanado, americano –el pan que usted comerá- ya se sabe que nada encierra. (¡Oh, razas blondas que procedéis por partes, por pisos, por años, por capítulos, por tajadas, por estados!)
La telera y el bolillo son aristocráticos, totales e individualistas. Nadie que se respete comerá delante de la gente una sobra de bolillo como se come una rebanada de pan. Y decid, francamente, ¿no halláis preferibles las tortas compuestas a los sándwiches, aun los pambazos compuestos?
Mas, ya aparecen casas americanas que reparten pan en automóvil: tostado y de pasas -¡poca imaginación nórdica!-, para todos los usos. Aquellos grandes surtidos de bizcochos para la merienda van desapareciendo. En los cumpleaños ya se parte el birth-day-cakes. El té substituye al chocolate y se toma con pan tostado o con pan de pasas. Los bolillos, grandes trigos, ceden su puesto a las monótonas rebanadas. México se desmejicaniza. “Con su pan se lo coma.”
viernes, 25 de marzo de 2011
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